Navegué en mi juventud
a lo largo de la costa dálmata. Islotes
emergían a flor de olas, donde extraño
un pájaro se detenía al acecho,
cubiertos de algas, resbaladizos, tendidos al sol,
bellos como esmeraldas. Cuando la marea
alta y la noche los desvanecía, las velas
a sotavento cambiaban hacia mar adentro,
por huir del peligro. Hoy mi reino
es aquella tierra de nadie. El puerto
enciende sus luces para otros; hacia el mar
me empuja aún el espíritu indomable,
y hacia la vida el doloroso amor.
(De Mediterranee, 1946)
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