Fausto era joven y bello, tenía el pelo rizado. Las boloñesas se parecían entonces a las medallas siracusanas y el corte de sus ojos era tan perfecto que les gustaba parecer inmóviles para que contrastara armoniosamente con sus largos rizos castaños. Era fácil encontrarlas por la tarde en las calles oscuras (la luna iluminaba entonces las calles) y Fausto alzaba los ojos a las chimeneas de las casas que parecían signos de interrogación a la luz de la luna y quedaba pensativo al arrastrar de sus pasos que se desvanecían. Desde la vieja taberna que a veces reunía a los estudiantes, le gustaba escuchar entre las tranquilas conversaciones del invierno boloñés, gélido y nebuloso como el suyo, y el crujir de los troncos y el parpadeo de las llamas sobre el ocre de las bóvedas, los pasos apresurados bajo los cercanos arcos. Amaba entonces reunirse en un canto mientras la joven anfitriona, roja la enagua y sus hermosas mejillas bajo su peinado ahumado, pasaba una y otra vez delante de él. Fausto era joven y bello. En un día como aquel en la salita tapizada, entre los ritornellos de los órganos automáticos y una decoración floral, desde la salita podía escuchar el correr de la multitud y los ruidos lúgubres del invierno. ¡Oh! ¡Recuerdo! Yo era joven, la mano nunca descansaba quieta para sostener mi rostro indeciso, frágil por la ansiedad y el cansancio. Entonces presté mi enigma a las costureras suaves y ágiles, consagradas por mi ansia de amor supremo, por el deseo de mi infancia atormentada y anhelante. Todo era un misterio para mi fe, mi vida era toda "un ansia del secreto de las estrellas, toda un inclinarse al abismo". Me sentía bello del tormento, inquieto, pálido, sediento, errante tras la larva del misterio. Después hui. Me perdí por el tumulto de las ciudades colosales, vi las blancas catedrales elevarse, enormes masas de fe y sueño, con sus mil púas al cielo, vi los Alpes elevarse como catedrales aún más grandes y llenos de las vastas sombras verdes de los abetos y llenos de la melodía de los torrentes en los que oía el canto naciente del infinito del sueño. Allá, entre los abetos vaporosos en la niebla, entre miles y miles de repiques, las mil voces del silencio, desvelada una joven luz entre los troncos, por senderos de claridades subía: subía a los Alpes, con el blanco y sobre el fondo un delicado misterio. Lagos, allá arriba entre riscos claros, pozas veladas por la sonrisa del sueño, pozas claras, lagos estáticos del olvido que tú, Leonardo, pintabas. El torrente me contaba oscuramente la historia. Me fijo entre las lanzas inmóviles de los abetos, creyendo a veces que ronda una nueva melodía salvaje y pura, muy triste miraba las nubes que parecían demorarse curiosas un instante sobre aquel paisaje profundo y lo espiaba y se desvanecía detrás de las lanzas inmóviles de los abetos. Y pobre, desnudo, feliz de ser un pobre desnudo, de reflejar por un instante el paisaje como un recuerdo encantador y horrible en el fondo de mi corazón salí: y llegué, llegué allí donde las nieves de los Alpes me cerraban el camino. Una niña en el torrente se lavaba, lavaba y cantaba en las nieves de los blancos Alpes. Se volvía, me acogía, en la noche me amó. Y todavía en el fondo los Alpes el delicado misterio blanco, en mi recuerdo se enciende la pureza de la lámpara estelada, brilló la luz de la tarde de amor.
(De "La notte", Canti orfici, 1914)
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